(...)
Hubo un silencio, y en aquel momento tuvo la absoluta certeza de que la muchacha iba a ser suya. Casi al mismo tiempo, ella empezó a gimotear débilmente, dejándose caer sentada en la cama, con la cabeza abatida sobre el pecho. El joven del Sur se sentó a su lado y la rodeó con el brazo, besó sus ojos suavemente, con una emoción auténtica, hasta que secó sus lágrimas, quemando; abrazándose a él, finalmente, la muchacha se tendió de espaldas apartando la sábana.
Sus rodillas soleadas emergieron en la penumbra, temblorosas, cubiertas de una fina película de sudor y de pasmo: ha visto su hermosa y rebelde cabeza inclinada fervorosamente, buceando en tinieblas, hasta posar la frente en una piel ya no abrasada por el estúpido sol de las playas patrimoniales, sino por el deseo. Para él, en cambio, recorrer con los labios aquel joven cuerpo bronceado, aprenderlo de memoria con los ojos cerrados, significaba además sentir el gusto de la sal en la boca, violar el impenetrable secreto de un sol desconocido, de una colección de cromos rutilantes y luminosos nunca pegados al álbum de la vida.Fragmento del libro Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé
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